V MARCHA PRETORIANA TOMARES - EL ROCIO - LA CRÓNICA DE VICTOR M. RAMIREZ
Pues
sí, debo reconocer que dos años sin participar de esta marcha se antoja
demasiado tiempo para alguien que saturado de competitividad busca
refugio en el júbilo de compartir una tarde-noche de reencuentros.
Ya sabéis las circunstancias que me impidieron el año pasado acudir a
vuestra llamada, así como a otras pruebas que deberían haber marcado los
primeros trazos de una transición del asfalto a los caminos, piedras y
senderos que acogen cada vez a mayor número de aventureros en busca de
nuevos retos. Me ha costado mucho recuperarme, y de hecho creo que a
nivel físico puede que estas secuelas musculares me acompañen unos meses
más hasta que finalmente cicatricen las heridas que dejen atrás una
etapa de aislamiento en lo que a tema deportivo se refiere. Pero como
digo, volveré para ser mejor si cabe.
Me vais a permitir que
escriba esta crónica desde un punto de vista personal que espero refleje
el cómo nos hace aprender la experiencia, y contraste a su vez con lo
que fueron mis primeros pasos hasta esta aldea onubense.
Desde que
coincidí con mi padre Rafa Iza allá por el mes de Mayo en una de las
pocas veces que pude dejar Madrid por unos días para volver a respirar
algo de aire de Triana y me dijo la fecha en la que se iba a realizar la
marcha, he estado esperando con impaciencia que ese momento llegara;
por una sencilla razón que es quitarme la espinita del sufrimiento con
la que llegaba a los últimos kilómetros de travesía, que nublaban mi
ánimo y me impedían disfrutar del maravilloso espectáculo que es ver
nacer un nuevo día en la raya real. Casualidades del destino, este año
he llegado con menos entrenamiento que nunca. Ni pude participar en el
homenaje a la legión, ni apuntarme a ninguna otra prueba de trail sea en
Andalucía, Madrid o alguna otra de las ciudades por las que he
deambulado en los últimos meses. Sabiendo lo que me podía esperar, esta
vez iba equipado para lo peor; no faltaba ibuprofeno, ni agua, ni comida
en mi mochila. Fuera lo que fuera, no me iba a quedar sin
avituallamiento líquido o sólido como hace tres años cuando tomar un
supuesto atajo nunca fue tan largo. Si había que pasarlo un mal rato al
final, al menos que no se hiciese tan prolongado el esfuerzo….
Llegamos al polideportivo de Tomares un servidor, Rafa Iza, Paco y Olga.
Mucha alegría el volver a verlos después de un año o más sin coincidir
con ellos. Parece irreal que el tiempo avance tan rápido y los recuerdos
de un ayer se transformen en memorias de un tiempo pasado. Y a poco que
pasaban los minutos antes de comenzar la marcha ese reencuentro se
extendía a Abencio, César, Carpe, Javi, José Luis, Javier Balbuena,
Potaje, Sandra, y demás pretorianos que hacía tanto que no veía. Y la
sensación de haber dejado pasar demasiado tiempo para un momento así
seguía creciendo en mi interior…
Una vez cargada la furgoneta con
nuestras mochilas, neveras y agua para una travesía por el Sahara en
lugar de por senderos de nuestra provincia, iniciamos la andadura con la
consigna de ir todos lo más agrupado posible durante el primer tramo
que discurre hasta la salida de Tomares y cuyo final tuvo la anécdota de
Abencio donde nos daba a elegir entre ir a El Rocío o desviarnos para
el tanatorio. Una vez entrados en el tramo junto al Zaudín, los metros
pasan entre conversaciones sin que nos demos cuenta de lo que vamos
dejando poco a poco tras nuestros pasos. Llegamos al cruce que marca el
primer alto en el camino; una cerveza, y aquellos que pudieron, algo de
comer y rápidamente en ruta de nuevo sin perder demasiado tiempo. Me uno
a Olga por unos kilómetros y vamos hablando un poco de todo;
animalitos, bici de montaña, lo mal que lo pasamos en esta última marcha
que hicimos….el sol va cayendo y el cielo tomando una tonalidad
anaranjada síntoma del final de otro de nuestros días. Casi sin hacer
ruido ni dejar huella por los caminos, en silencio como brisa de
primavera que riega la mañana, seguimos avanzando kilómetro a kilómetro
mientras en el infinito cielo la oscuridad gana la partida a los rayos
de luz; sólo la luna nos tiende la mano y sin estar llena de esplendor
comienza a rociar de brillo aquellos tramos de arena por los que
discurre nuestro caminar. Entre conversaciones, chistes y anécdotas
varias llegamos a la Juliana, nuestra segunda parada. La furgoneta, que
en un principio no estaba, llega en el momento justo antes de retomar el
camino. ¡Bendita casualidad! Ese momento me dio vida, porque tenía
ganas de un primer bocadillo; sí, algo tan simple como eso… las cosas se
ven de otra manera con el estómago lleno y fuerzas renovadas en las
piernas, el tramo que nos aguardaba hasta el camping de Aznalcázar se
hace largo y no quería prorrogar más de lo necesario el avituallarme.
Avanzamos unidos por este tramo que tan fácilmente puede inducir a
pérdida si no se conoce bien el terreno, como pasó hace un par de años.
La luz de luna hace innecesario el uso de los frontales, alta en el
cielo, majestuosa…quién diría lo que nos esperaba en la raya real. El
camino que conduce al camping discurre con mayor dificultad de lo
esperado, mucha arena en una primera trampa que me hace pensar que lo
que nos encontraremos más adelante no va a ser nada fácil. A cada paso
me noto los pies más incómodos por la arena, así como la nariz y ojos de
la polvareda levantada a nuestro pisar. Pero como siempre ocurre,
cualquier esfuerzo es casi imperceptible cuando se va bien acompañado, y
así, junto a Javier y Sandra voy entablando conversaciones que mitigan
el caminar hasta tal punto que las luces del camping ya aparecen ante
nuestros ojos sin que apenas apreciemos el transcurrir de los minutos.
Llegados al camping, aprovecho la parada para lo primero quitarme los
calcetines y zapatos y drenar la arena que me inunda los pies; acto
seguido Javi me ofrece una cerveza a la cual me es imposible decir no, y
ello junto a otro bocadillo para que no me falten fuerzas, hacen de
estos minutos de parada un oasis de paz en medio de la nada, un
manantial de tranquilidad al que nada puede, o casi, ya que las bromas y
el arte de nuestro potaje tiene poder infinito. Antes de volver a
partir me cambio los calcetines y desde este punto hasta el final tenía
previsto usar calcetines de comprensión para minimizar las contracturas
en los gemelos que tan malas pasadas me jugaron las dos veces
anteriores. Mochilas atada, bastones listos, frontal preparado por si
fuera necesario….comenzaba así la travesía hasta el vado del quema, un
carril recto y poco variado que no ofrece mucho más atractivo que el de
ver bautizarse a los primerizos en el camino. Javier que camina a mi
lado es uno de ellos. Entre nuestros temas de conversación mencionamos a
aquellos “monstruos” del ultrafondo capaces de correr 100 kilómetros o
millas en poco más de 8 o 15 horas respectivamente. Soy de los que
piensa que con esfuerzo y tesón uno puede ser capaz de llegar a límites
insospechados, pero para este tipo de cosas no basta sólo con eso, hace
falta algo que va más allá y que sólo unos pocos disponen de ello: el
talento natural que la naturaleza otorga y nos hace únicos dentro de lo
ordinario de nuestra existencia.
Llegados al quema, toca el momento
del bautismo. Con todos sus hábitos preparados, el Padre Potaje espera
alegre a sus víctimas de este momento, aunque pocos muestran aptitud
receptiva al escuchar que el agua del río, poca y sucia, era lo menos
indicado para tan sagrado momento. Y tras esta breve reunificación, la
rutina de nuestros pasos vuelve a golpear sobre el carril que nos
conduce a Villamanrique. La iglesia, solapada a lo lejos con el
horizonte, va emergiendo poco a poco y extiende sus brazos para acoger
nuestro descanso en su regazo. Alta y fuerte, brillaba con luz propia
iluminando el cielo como faro que guía a marineros en busca de tierra
prometida. Nunca antes este tramo se me hizo tan corto, aunque pesado a
su vez porque el cansancio o sueño, luchaba en mi interior por vencer y
minar mi resistencia física, porque la moral permanecía inquebrantable y
a medida que nos acercábamos a la arena ardía en deseos de conquistar
este terreno que por dos veces me había visto perecer en mi caminar.
Llegados a este templo rociero por excelencia, nuestras mochilas
aguardan ordenadas en sus escaleras para que nuestra transición por este
punto sea mucho más rápida y el descanso mucho más efectivo. Escucho
atento lo que Abencio nos cuenta sobre este lugar a la vez que me tomo
algunas de las galletas que mi padre Rafa Iza trajo para repartir. No se
si fue esto y la combinación de un rockstar lo que me puso como un
toro, pero reconozco que me levanté encendido y con ganas de quemar los
metros que nos separaban de la raya real. El cansancio era cosa del
pasado y mis piernas sólo pedían acción para no perder el ritmo de la
marcha, curiosa esa sensación aunque por suerte no efímera, pues la
energía duró más de lo que yo en mi mejor predicción pude esperar.
Así pues, vamos dejando atrás las calles centrales del pueblo hasta
llegar a su salida donde fue Abencio quien nos mostró su arte bailando a
ritmo de música de botellón. Camino a buen ritmo este tramo junto a
Paco Muñoz. La luna que horas atrás nos mostraba toda su intensidad, se
muestra tímida ahora y trazos de nubes altas ocultan su silueta en el
alto cielo. La oscuridad vence la partida y comienza a inundar todo
aquello que nos rodea. A lo lejos se divisan las luces de la furgoneta
en la última estación previa al cancelín. Tengo dudas sobre si ponerme
ya o no los calcetines que hacen de cubre-botas para la arena, pero veo
que ya muchos están en ello y decido equiparlos también; menos mal
porque la raya chica no escatimó en cantidad de arena en algunos tramos.
Pasados casi 2 kilómetros llegamos al cancelín. Parada casi anecdótica
porque desde la anterior todo lo necesario para llegar a la aldea estaba
en mi mochila. Definitivamente la negrura se apoderó de todo a nuestro
alrededor; A nuestros lados sólo podíamos intuir aquello que nuestros
oídos discriminaban procedente de la naturaleza. Oculto permanecía todo
aquello que la luz de nuestro frontal no alcanzaba a iluminar. Éramos
nosotros inmersos en una larga y complicada batalla contra la arena
suelta que dificultaba nuestro caminar.
Comento con Javier que sería
buena idea alternar ratos de carrera con momentos de andar para que
muscularmente sea más llevadera la marcha. Y así hicimos, fuimos
avanzando por una enorme boca de cañón oscura que no sabíamos dónde
conduciría. Javier queda impresionado por la magnitud de la misma; nos
deslizábamos como almas flotantes de un lado a otro de la raya buscado
la mejor trazada. Las rodadas de los coches ofrecían buena guía para
ello, los bastones buen apoyo, y mi moral alta por la fuerza con la que
me encontraba me regalaba dosis enormes de energía para seguir avanzando
sin cesar. En un momento dado, Javier queda asombrado por la belleza
del espectáculo que sobre nuestras cabezas se está reproduciendo. Ése
que sólo en noches como ésta somos capaces de ver y que el universo nos
regala a cada instante. Por unos segundos apagamos nuestros frontales y
dejamos que la pléyade de estrellas, galaxias y constelaciones nos
seduzcan con todas sus armas. Unos puntos de luz en el cielo trazados
con tal armonía que ni la mejor obra humana puede superar. Y al devolver
la mirada atrás hacia un humilde horizonte, la misma luz blanca de
nuestros frontales dibujaba un cosmos sobre la arena de la raya, donde
cada uno buscaba la misma armonía pero en su avanzar hacia Palacio.
Andrés y Maki nos pasan a buen ritmo de carrera; yo sigo animando a
Javier que continua con problemas al apoyar, y a ratos corriendo, a
ratos andando, llegamos a Palacio habiendo alcanzado a Potaje y César
que habían iniciado la marcha poco antes que nosotros. Tras unos
momentos de duda en los que planteamos seguir o esperar al resto del
grupo, tomamos la primera opción dada la ventaja con la que habíamos
llegado al abrevadero. Unos metros más adelanta aguarda el desvío a la
derecha que marca nuestro destino hacia la aldea. Esta vez no había
cancelas, ni vaquerizas, ni otro tipo de atajos que atravesar y dar a la
noche un punto extra de aventura. Continuamos Javier, Andrés y yo por
el sendero aun cubierto por el manto de oscuridad que cubría la noche.
Sigo con fuerzas, cada vez con más ganas de correr y sentirme libre; la
arena no me pesaba, mis músculos no se quejaban, mi corazón bajo de
pulso tenía revoluciones de sobra para acelerar, y mi cabeza no pensaba
en nada salvo en llegar a El Rocío con la misma energía con la que iba
ahora. Javier cede unos metros y nos indica a Andrés y a mí que
continuemos a nuestro paso: hasta dentro de un rato amigo, nos vemos en
la aldea.
Mientras eso pasaba, transcurrían los metros de arena sin
otorgarnos un momento de descanso. El negro nocturno perdía intensidad y
a nuestras espaldas comenzaba a aparecer una leve claridad síntoma del
amanecer de un nuevo día. Llegamos a una señal que indicaba sólo cuatro
kilómetros hasta la aldea. Cuatro largos pero maravillosos kilómetros
donde uno puede disfrutar del fantástico espectáculo de la naturaleza
que se muestra desnuda y hermosa ante nosotros ya iluminada por los
primeros rayos del alba. Es en momentos como éste cuando el corazón le
pregunta a la razón el significado de tanta plenitud, y es que el
esfuerzo y los sacrificios valen la pena por unos simples instantes de
éxtasis sensorial.
Aunque era poco en distancia, internamente se me
hizo largo el camino hasta llegar al puente del Ajolí. La arena no daba
tregua a nuestro ya castigado transitar y el tramo que discurre desde
ese punto hasta la entra en el Rocío no hizo más que regalarnos unos
hectómetros más de arena para que no olvidásemos el papel que jugó en
esta marcha. Una vez en la aldea, tuvimos que preguntar un par de veces
cómo llegar a la hermandad matriz, puesto que para Andrés era su
estreno en la marcha y en mi caso,…bueno llegué en condiciones tan
lamentables las veces anteriores que fui incapaz de fijarme en lo que a
mi alrededor existía a esas alturas de camino. Pero esta vez fue todo
diferente; cumplí conmigo mismo, con el objetivo de disfrutar de los
últimos kilómetros, de desbordar energía y alegría a cada paso que daba.
Había vencido al cansancio, a la pesadez muscular que fatigaba mi
cuerpo. Engañe a mi mente para que resistiera unos metros más y me
permitiese entrar con alegría a los campos de la aldea. Una vez allí
después de dar un par de vueltas, una rápida ducha de agua templada y
ligeros estiramientos para terminar de relajar el fatigado cuerpo
después de tantas horas funcionando.
Esperamos a que el resto de
compañeros lleguen y nos cuenten cómo les ha ido este último tramo;
impresiones y sensaciones se entremezclan entre palabras de cansancio
provocadas por el exigente tramo de arena que la raya real nos ha
regalado en esta ocasión. Una vez todos llegados, en mejor o peor
estado, disfruto de un buen desayuno junto a Paco y Olga. Fuerzas
respuestas y cansancio que empieza a aparecer a la espera del autobús
que nos lleve de vuelta al punto de partida. Mientras, sentado a los
pies de la hermandad, oriento mi cuerpo hacia el sol para que bañe con
sus rayos mi rostro. Ojos casi cerrados, momento de relajación con todos
y todo, satisfecho de haber vuelto a vivir una experiencia así y
agradecido a los Pretorianos por darme la oportunidad de que esto pase
cada año.
En el autobús creo que fueron minutos los que me
mantuve despierto. El tiempo iba eliminando rastros de lo que horas
antes había ocurrido, y aquello que tan rápido vino, desapareció,
dejándonos habitar en el recuerdo de este día hasta que dentro de un año
volvamos a vivir estos momentos.
Víctor
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